domingo, 29 de septiembre de 2013

Història de la meva mort

Albert Serra, 2013

Albert Serra es un director travieso y juguetón. Le gusta transgredir, experimentar y buscar nuevos caminos nunca transitados por el cine. Quiere ser, como su compatriota y admirado Dalí, un artista único. En sus entrevistas y seminarios siempre se muestra provocador y vanidoso, no se sabe si su arrogancia es una máscara o una sentida seguridad en su arte. Sin embargo, es de los pocos autores que tenemos en el panorama nacional que se atreven a cuestionar y romper con lo establecido, repudiar lo convencional para buscar la libertad total creativa. Y su tono irónico y siempre lúdico resultan refrescantes.

En sus películas no hay un guión en el sentido convencional de la palabra. Evita dibujar rasgos psicológicos en sus personajes. De ahí que prefiera recurrir a criaturas bien conocidas de la literatura o de la mitología. Don Quijote y Sancho Panza en su primer largometraje, Honor de cavalleria (2006). Los Reyes Magos en El Cant dels Ocells (2008). Y en esta última película, ganadora del Leopardo de Oro en el Festival de Locarno, se centra en un encuentro imposible entre Casanova y Drácula.

A pesar de que el director reconoce que es su película más elaborada, donde más capas ha metido y con un guión más trabajado, es una obra nada complaciente, que desorienta e incluso puede aburrir. 

La película se puede dividir en dos partes. Una, más luminosa, en la que vemos a Casanova charlar con otros personajes sobre temas diversos, la mayoría de las veces son digresiones que son difíciles de seguir. Y es que entre los juegos que nos plantea el director, uno es el de los diálogos, construidos a partir de distintos retazos que se han pegado en el montaje para crear una extrañeza, una sensación de no haber oído algo igual nunca. Y lo consigue. 

La segunda parte es más oscura. Serra pretende mostrarnos una evolución del racionalismo, de la sensualidad, de la Ilustración hacia el oscurantismo, el romanticismo. De ahí que aparezca el personaje de Drácula, como digno guía de ese viaje a la oscuridad.

Otra travesura curiosa del director tiene que ver con el formato de la imagen. Mientras su director de fotografía siempre pensó que estaba filmando una película en formato 4:3, el director decidió cuando aún no se había terminado de rodar, que lo iba a cambiar a panorámico, con el consiguiente recorte de las bandas superior e inferior del plano. Y no sólo eso, decidió no avisar al fotógrafo, de manera que hay planos que aumentan la sensación de extrañeza, de algo no visto antes. 

Por lo tanto, nos encontramos ante una obra que se sale de los márgenes del cine convencional. Cabe preguntarnos si desprenderse de la emoción, de la psicología y de la búsqueda empática del espectador ayudan a que su cine se convierta en una extraña curiosidad, un juego sin importancia o, por el contrario, estamos ante la apertura de nuevos caminos para el séptimo arte. El tiempo dirá.

Lo que es seguro es que,  a pesar del tono burlón  e irónico que toma el director en las presentaciones y entrevistas que hace, se toma su trabajo muy en serio. Ahí está el año y medio que ha dedicado sólo al montaje de la película a partir de las cuatrocientas horas grabadas.  



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