jueves, 31 de mayo de 2012

Shame

Steve McQueen, 2011


El deseo sexual es una de las pasiones más fuertes y poderosas. Un instinto, cuyo objetivo último, fisiológico, consiste en la supervivencia de cualquier especie, pero que está asociado a toda una serie de sentimientos, conductas, adicciones, enfermedades psicológicas y otros parámetros de tipo social e incluso económico que hacen de esta pulsión una de las más complejas de la psique humana. Fue Freud quien relacionó en su teoría psicoanalítica el deseo sexual con la pulsión de muerte, Eros y Tánatos, dos caras de la misma moneda, el placer y el sufrimiento, la voluntad de vida y la de autodestrucción. 

 

Steve McQueen, director joven muy interesante, cuya anterior película, Hunger, ya destacó entre lo mejor del 2008, vuelve a adentrarse en una historia sobre el sufrimiento, los límites del ser humano. En esta ocasión bucea en los tormentos que vive Brandon, interpretado por un extraordinario Michael Fassbender, protagonista también de Hunger. Brandon es un ejecutivo que vive solo en su apartamento de Nueva York y que es un adicto al sexo. Sus relaciones no sobrepasan nunca los límites que él mismo traza a su alrededor para que no le afecten a su rutina depredadora. En busca del orgasmo eterno como sublimación de su experiencia vital, como antídoto al dolor existencial que siente, Brandon se da de bruces continuamente con el muro que ha construido alrededor de su vida solitaria. Cuando su hermana rompe con su último novio y se planta en su apartamento, toda su rutina autodestructiva se ve amenazada. Ella es otra persona con problemas psicológicos, su inestabilidad emocional le ha llevado en el pasado a varios intentos de suicidio y su dependencia necesita siempre de una referencia que la guíe. Brandon se siente incómodo con la responsabilidad de cuidar de su hermana, así que muestra desde el principio una frialdad despectiva hacia ella. La tragedia a la que se ven abocados los dos protagonistas está llena de un pesimismo nihilista, donde la falta de referencias y asideros con los que salvaguardarse del naufragio muestran un estado del mundo que está a la deriva. 

La película de McQueen es densa y perturbadora, tiene una belleza fría y dolorosa que nos arrastra a zonas cenagosas de la psique. Un viaje intenso que merece la pena hacer.

jueves, 24 de mayo de 2012

The Turin Horse

Béla Tarr, 2011.

La ganadora del premio de la crítica del festival de Berlín es de esas películas que crea controversia, para algunos una obra maestra, para otros un rollo insufrible, triste y sin sentido, apto solo para los masocas culturetas. Rodada en blanco y negro y usando planos secuencia largos y repetitivos, sello de la casa, la historia versa sobre dos personas, un anciano enfermo y debilitado, y su hija, que sobreviven como pueden en una casa perdida en medio de un páramo donde el viento sopla sin cesar con una fuerza insufrible. Durante los seis días en los que somos testigos de la lucha de estos dos solitarios personajes, van ocurriendo una serie de hechos que los acercan cada vez más al desastre, al abismo al que parecen abocados sin remedio. Primero el caballo, único medio del que cuentan para trabajar, se niega a tirar del carro, luego el pozo de agua se seca y, por último, llega un día en el que la luz se extingue para los dos protagonistas. Mientras tanto aparecen personajes que hablan de cómo todo está perdido, o simplemente huyen del lugar.


No toda la crítica ha entendido esta obra, pesimista y nihilista, en su justa medida. En el número de febrero de la revista Caimán Cuadernos de Cine, el crítico Jaime Pena señala: "En el fondo, una película sobre el fin del mundo no es otra cosa que una película sobre el fin del cine". También advierte que algunas de sus imágenes están inspiradas en el cuadro El Ángelus de Jean-François Millet, donde podemos observar a una pareja de campesinos orando para que la cosecha sea buena. En otro artículo sobre la misma obra, Ignacio Gutiérrez-Solana, jefe de estudios de la ECAM, muestra su sorpresa ante la elección de la anécdota del caballo al que se abrazó Nietzsche, un filósofo vitalista y afirmativo, antes de caer en la locura, para iniciar una película pesimista en extremo y apocalíptica, aunque el propio director lo niegue. Dice no entender que en una secuencia el caballo acepte tirar de la carreta cuando en las escenas precedentes se negaba. También se sorprende por las declaraciones del director cuando afirma que se trata de una comedia, ya que hay un regodeo en la miseria. Habla de "la voluntad", es gracioso que utilice este término, como luego veremos, "un tanto reductora de mostrar a toda costa una realidad miserable en grado sumo". Fred Kelemen, fotógrafo de Tarr, afirma que las películas del director húngaro no presentan visiones, describen la esencia, constatan un movimiento hacia el abismo. 

En primer lugar hay que entender que Béla Tarr no busca en ningún momento el realismo. Su intención es, pues, llegar a la esencia de lo que nos rodea a través de imágenes metafóricas que sugieren sus convicciones metafísicas. Su estética busca la belleza en la verdad, por muy desgarradora que ésta sea. Y, ciertamente, Tarr no es nada complaciente. Su visión del mundo está más cerca de Shopenhauer que de Nietzsche, siempre siendo conscientes de que ambos filósofos comparten mucho, no en vano el primero fue una influencia decisiva en el segundo. Pero donde Shopenhauer habla de la voluntad de la vida como una fuerza negativa, por implicar instintos que conllevan sufrimiento y que no tiene ningún sentido si no es la perpetuidad de las especies, Nietzsche la transforma en una fuerza positiva. En todo caso, los dos comparten esa visión nihilista, en la que los antiguos valores, en concreto los judeo-cristianos de la cultura occidental, están basados en una mentira, y, por lo tanto, deben ser eliminados o superados. La película se hace eco de la metafísica de ambos filósofos y muestra sin paños calientes el sin sentido de nuestra existencia. La única fuerza que impele a los personajes a seguir adelante es la voluntad de vivir, esencia o realidad frente a la representación engañosa que es el mundo de los fenómenos de Kant.


Día tras día los dos protagonistas se levantan, trabajan, sufren las inclemencias del tiempo (de la vida), comen invariablemente una patata cocida y miran por la ventana un paisaje desolado, su único momento de esparcimiento. No se trata de reduccionismo miserabilista, se trata de mostrar simbólicamente lo que es nuestra existencia. O acaso, ¿no es esto reflejo del día a día de muchos seres? Por eso, Tarr habla de su película como de una comedia, porque se trata de un drama que podemos contemplar con un distanciamiento protector, un drama que no nos afecta directamente, sin el sufrimiento de las turbulencias de los deseos e impulsos que tiene asociados nuestra realidad. 

Este día a día gris y vacío de los protagonistas no conduce a ningún final feliz. Al contrario, lo único que espera a la vuelta de la esquina es la degradación y la oscuridad, para que, una vez ellos sean engullidos por el abismo, otros vuelvan a pasar por lo mismo. De ahí esos momentos finales en los que los dos personajes principales no consiguen encender las luces. El caballo, Shopenhauer amaba a los animales, es el único personaje que es capaz de enfrentarse a este sin sentido, de rechazar el impulso de la voluntad de vida, de rebelarse, por eso deja de tirar del carro y de comer. Podríamos decir que es la criatura con mayor dignidad de la película, aunque su gesto sea inútil. Cuando sus dos dueños intentan escapar del agujero en el que están metidos, el caballo sigue a sus dueños sumiso, arrastrado por la carreta que tira la hija. Luego en ningún momento hay la contradicción que Ignacio Gutiérrez-Solana creía ver. Por contra tenemos uno de los momentos más significativos y turbadores de la película, cuando padre, hija y caballo inician su camino hacia lo que ellos creen su salvación para, poco después, volver de nuevo a la misma casa. No hay ninguna razón aparente para su fracaso, simplemente han vuelto al punto de partida. Es ésta la mejor manera de explicar el eterno retorno que es nuestra existencia. Y también es una manera de expresar esa imposibilidad de salvación que forma parte del sin sentido de la vida. 

Tampoco hay lugar para el consuelo que supondría poder mirar al cielo y maldecir o suplicar al creador, al Dios del cuadro de Millet. Nada más alejado del objetivo del director que hacer una referencia, voluntaria o involuntaria, al Ángelus nombrado por Jaime Pena. Si se quiere hacer alguna referencia pictória, quizás estemos más cerca de Los comedores de patatas de Van Gogh. 

Por otro lado, tampoco acierta Jaime Pena cuando quiere ver una película apocalíptica, sobre el fin del mundo, asociando esta idea al hecho de que sea la última vez que Béla Tarr realice una película. ¿Fin del mundo, fin del cine? Todo lo contrario, eterno retorno, vuelta a empezar, misma lucha día tras día para seguir adelante, para que la voluntad de vivir nos lleve sin remedio al abismo y se repita el ciclo con otros individuos. No hay ningún apocalipsis aquí, eso significaría aceptar algún tipo de poder supremo o divino, que viene a salvarnos del mundo. Nadie nos va a salvar, parece decir el director con una fuerza que pocas veces se ha visto antes. Quizás por eso, el director haya decidido dejar de filmar, porque ya está dicho todo y tampoco el cine nos va a salvar de nada. 

 

sábado, 19 de mayo de 2012

Cumbres Borrascosas

Wuthering Heights.
Andrea Arnold, 2011.

Andrea Arnold es una de las directoras más interesantes del panorama inglés actual, su cine, lleno de sensualidad, busca encontrar la expresividad más allá de las simples palabras o la narración tradicional. Pocos autores consiguen activar tantos sentidos a la vez a través de sus imágenes. El tacto, el olfato, el oido y el gusto tienen un papel importante en sus obras. En su magnífica Fish Tank (2009), Arnold nos sumergía en la vida de una adolescente atrapada en un mundo mediocre y que se enamoraba perdidamente del novio de su madre, interpretado por Michael Fassbender. Ya ahí mostró su capacidad de conectar con el mundo interior de sus personajes, de mostrar lo que ellos ven y sienten. En ésta, la directora se adentra en la novela homónima de Brönte, pero sin someterse a los convencionalismos de las adaptaciones literarias, llevando la historia a su personal y original mundo visual. 



Es a través de los sentidos que se nos cuenta la historia de Heathcliff, que en la película es negro, y que, siendo adolescente, es recogido de la calle por la familia Earnshaw. Al ser un elemento extraño al ambiente familiar, su integración es conflictiva, sobre todo con el hermano mayor que lo rechaza desde el principio, pero Heathcliff establece unos lazos muy fuertes con Catherine, la joven chica de la familia. La primera parte es un viaje asombroso por los instintos más salvajes de los dos adolescentes que poco a poco van descubriendo la atracción sexual. La segunda parte muestra a Heathcliff ya adulto y que regresa a la casa de los Earnshaw para volver a ver a su amada y, de paso, vengarse del cruel hermano mayor. Lo que le interesa a Andrea es atraparnos en una espiral sensorial, mancharnos con el barro, despeinarnos con el viento, mojarnos con la lluvia, saborear la sangre de las heridas de Heathcliff, oler el aroma que desprende el pelo de su amada, ponernos, en definitiva, en la piel de sus personajes. 

El romanticismo de la historia, el drama de un amor trágico, están recogidos en la película con una fuerza inusual en este tipo de adaptaciones, donde el vestuario y el corsé tienen más preponderancia que el mundo descarnado tal y como se presenta en este caso, lleno de imágenes como las de esas aves muertas a las que la criada arranca sus plumas, o esos conejos que Heathcliff caza y mata delante de la cámara. A los personajes se les persigue para filmarlos desde la cercanía, la cámara va pegada a ellos, a su espalda, acercándose a sus labios, mostrando cómo se eriza el vello de su piel. Por esta razón, la directora prefiere el formato 4:3, en vez del panorámico, que le permite encuadrar mejor las caras y los cuerpos de sus criaturas.  Una película destacable, de una gran fuerza sensorial y que sorprende por su valentía al salirse de los caminos más trillados del género.


miércoles, 16 de mayo de 2012

Take Shelter

Jeff Nichols, 2011.

Ganadora del premio del jurado en la Semana de la Crítica de Cannes, la segunda película de Jeff Nichols, director de Shotgun Stories (2007), bascula entre el thriller psicológico y el género apocalíptico intimista bajo una pátina de cine independiente. Ambas películas tienen al mismo actor como protagonista, un solvente Michael Shannon, que aquí interpreta a un perturbado trabajador de la construcción que tiene visiones y pesadillas que presagian una tormenta devastadora. Estos anuncios parecen estar solo en su mente y durante prácticamente todo el tiempo el director nos presenta a un personaje preocupado por su estado mental. Su madre sufre de esquizofrenia y él no duda en ponerse en manos de psiquiatras para que estudien su caso. 


Mientras tanto se deja arrastrar por sus presentimientos y sus paranoias, alejándose cada vez más de su familia y de su entorno. La posibilidad de que realmente esas tormentas puedan llegar nunca se desvance y, de hecho, el final deja abierta la puerta a una reinterpretación de todo lo que hemos visto. 

Durante la película asistimos a imágenes con una gran fuerza que surge de la naturaleza, de un cielo amenazante. El estilo de esas imágenes panorámicas de una belleza enigmática bebe de fuentes como el trascendentalismo de Terrence Malick, sin olvidar las similitudes entre los personajes que interpreta la actriz Jessica Chastain tanto en The Tree Of Life como en ésta, esa madre llena de virtudes, casi angelical, que sustenta las bases de la típica familia americana. 

Sin embargo, la película tiene algunos problemas. Para empezar no acaba de decidirse por el realismo que habla de una enfermedad mental y sus consecuencias sociales, o por el género de la ciencia ficción, y eso hace que el espectador se distancie de la historia. Por otro lado, tampoco ayuda la falta de un toque de humor o ironía que podría desprenderse de las reacciones desproporcionadas, a veces ridículas, del protagonista, llegando a veces a rozar el patetismo. 

sábado, 12 de mayo de 2012

Martha Marcy May Marlene

 Sean Durkin, 2011.

La ópera prima de Sean Durkin ha sido uno de los descubrimientos de los distintos festivales llamados independientes de los Estados Unidos, entre ellos Sundance, donde se ha llevado el premio a la mejor dirección. Y la película tiene bastantes argumentos para haber destacado entre la ingente oferta cinematográfica que abarrota la cartelera. La historia de una adolescente con problemas psicológicos causados por una patente falta de afecto en su familia conecta de inmediato con la juventud desorientada actual. Sus problemas para discernir la realidad se ven reflejados en un montaje que mezcla distintos momentos temporales y espaciales, que sitúan al espectador en una frontera entre la cordura y la locura, entre el bien y el mal. 

La protagonista, interpretada por una sorprendente joven actriz cuya carrera habrá que seguir, huye de una especie de comuna hippie donde hay un líder espiritual que ejerce derecho de pernada sobre todas las nuevas chicas que aparecen por la cabaña. Las chicas, adolescentes en su mayoría, con problemas de integración en la sociedad, aunque éstos nunca quedan explicados de una manera explícita, son convencidas para soportar los abusos sexuales del oscuro líder. 

La hermana de la protagonista, con una relación estable, acoge en su casa a la perdida adolescente, que no tiene otro lugar donde acudir. Allí se pondrán de manifiesto los problemas mentales que sufre la chica, causados probablemente por su traumático pasado reciente en la comuna, y su pasado remoto de conflictos familiares. La paranoia va adueñándose de la joven hasta que la convivencia se hace insoportable para la pareja que decide buscarle un lugar de acogida. 

La película lastra un tono un tanto parsimonioso y una atmósfera oscura y triste que convierten su visionado en una difícil ingesta, por momentos aburrida. A eso hay que añadir un final abierto y abrupto que no agradará a todos. 

martes, 8 de mayo de 2012

Hugo

Martin Scorsese, 2011.


Existe una gran controversia sobre si el 3D aporta valor artístico a las películas o es simplemente un reclamo comercial. No hay pocos expertos que critican el uso de esta tecnología porque, bajo la premisa de que aumenta la espectacularidad y la participación del espectador, perjudica la percepción visual, desnaturalizando los colores y saturando la capacidad mental de absorver la información. Sea como sea, lo cierto es que una película mala no va a mejorar por estar rodada en 3D y menos cuando está rodada en 2D y luego se le añade otra dimensión informáticamente. Pero cuando este recurso se utiliza como un elemento enriquecedor de la historia y se intenta adaptar la puesta en escena para buscar nuevas formas de expresión, entonces funciona. 

Y este es el caso de esta apreciable película, basada en el libro The Invention of Hugo Cabret de Brian Selznick, donde Scorsese se ha tomado en serio la potencialidad del cine tridimensional y ha construido una obra atrevida en la que reflexiona sobre el origen del cine, sobre la capacidad de asombro que todavía es capaz de suscitar este arte que en su origen generaba ilusión y estaba lleno de energía creativa. 


Scorsese utiliza esta tecnología, que algunos consideran que está llamada a ser la nueva revolución del cine, para contarnos precisamente los orígenes del mismo, a través de un niño llamado Hugo y su relación con uno de los padres del lenguaje cinematográfico, George Méliès. La fuerza nostálgica que contienen las secuencias en las que vemos trabajar al genial mago de las ilusiones en sus primeras películas se potencia gracias al uso del 3D que nos hace testigos directos de los trucajes y la inocencia de un cine que está todavía balbuceando. Ahí es donde están los mejores momentos de esta película. 

Por lo demás, la historia del protagonista, un huérfano que subsiste gracias a que ha usurpado el trabajo de su tío en la estación de Montparnasse, tiene resonancias del Oliver Twist de Charles Dickens, cuyo bicentenario se celebra precisamente este año. La primera secuencia que se desarrolla en las tripas de la estación es una espectacular demostración de lo que se puede llegar a conseguir con el 3D. Por lo demás, también hay momentos más flojos que desequilibran el resultado final. Por ejemplo, los que tienen que ver con el personaje del policía de la estación, interpretado por Sacha Baron Cohen, que pretende dar un toque cómico al conjunto sin conseguir despertar el menor interés. Aunque eso no es óbice para que podamos constatar la buena salud creativa del autor de grandes obras cinematográficas como Taxi Driver (1976), Goodfellas (1990) o Casino (1995).

miércoles, 2 de mayo de 2012

The Ides of March

George Clooney, 2011.

George Clooney es un actor irrepetible, capaz de modular con gran sutilidad los registros tragicómicos de sus personajes. Como director ha realizado algunas películas dignas, pero que no pasarán a la historia. Su compromiso político le ha llevado a rodar la sobrevalorada Buenas noches, y buena suerte (Good Night, and Good Luck, 2005), soporífera visión en blanco y negro de los negros años de Joseph McCarthy y su Comisión de Actividades Antiamericanas. En esta película vuelve a la carga para mostrar la hipocresía y el cinismo que acompañan a la política actual. Abrumados y desencantados como estamos los ciudadanos ante lo que leemos en los periódicos, Clooney lo tiene difícil para asombrarnos con su visión ácida, pero algo simplona, sobre los resortes del poder y la política. 

El director de comunicaciones, Stephen, del equipo que acompaña al gobernador Morris, interpretado por el propio Clooney, en su carrera por ser elegido candidato para las presidenciales, se verá ante la disyuntiva de ser fiel a sus ideales democráticos y actuar en consecuencia, o bien, tragarse sus escrúpulos y jugar fuerte para escalar posiciones dentro de la estructura política. Morris reclama de su equipo la máxima fidelidad y cuando Stephen se entrevista con el director de campaña del otro candidato, no duda en echarlo del equipo. Pero el gobernador se ha metido en un lío de faldas que ha acabado muy mal y Stephen está al tanto. A partir de ahí, Clooney reflexiona sobre las tensiones y los conflictos que se producen en la lucha por el poder, y cómo éste tiene poco que ver con valores como la integridad, la piedad o la justicia. La fidelidad se convierte así en la única virtud valorada. Pero lo cierto es que da la impresión de que el director se queda corto en su radiografía de los entresijos políticos y el espectador asiente pero no queda satisfecho al completo.