jueves, 24 de mayo de 2012

The Turin Horse

Béla Tarr, 2011.

La ganadora del premio de la crítica del festival de Berlín es de esas películas que crea controversia, para algunos una obra maestra, para otros un rollo insufrible, triste y sin sentido, apto solo para los masocas culturetas. Rodada en blanco y negro y usando planos secuencia largos y repetitivos, sello de la casa, la historia versa sobre dos personas, un anciano enfermo y debilitado, y su hija, que sobreviven como pueden en una casa perdida en medio de un páramo donde el viento sopla sin cesar con una fuerza insufrible. Durante los seis días en los que somos testigos de la lucha de estos dos solitarios personajes, van ocurriendo una serie de hechos que los acercan cada vez más al desastre, al abismo al que parecen abocados sin remedio. Primero el caballo, único medio del que cuentan para trabajar, se niega a tirar del carro, luego el pozo de agua se seca y, por último, llega un día en el que la luz se extingue para los dos protagonistas. Mientras tanto aparecen personajes que hablan de cómo todo está perdido, o simplemente huyen del lugar.


No toda la crítica ha entendido esta obra, pesimista y nihilista, en su justa medida. En el número de febrero de la revista Caimán Cuadernos de Cine, el crítico Jaime Pena señala: "En el fondo, una película sobre el fin del mundo no es otra cosa que una película sobre el fin del cine". También advierte que algunas de sus imágenes están inspiradas en el cuadro El Ángelus de Jean-François Millet, donde podemos observar a una pareja de campesinos orando para que la cosecha sea buena. En otro artículo sobre la misma obra, Ignacio Gutiérrez-Solana, jefe de estudios de la ECAM, muestra su sorpresa ante la elección de la anécdota del caballo al que se abrazó Nietzsche, un filósofo vitalista y afirmativo, antes de caer en la locura, para iniciar una película pesimista en extremo y apocalíptica, aunque el propio director lo niegue. Dice no entender que en una secuencia el caballo acepte tirar de la carreta cuando en las escenas precedentes se negaba. También se sorprende por las declaraciones del director cuando afirma que se trata de una comedia, ya que hay un regodeo en la miseria. Habla de "la voluntad", es gracioso que utilice este término, como luego veremos, "un tanto reductora de mostrar a toda costa una realidad miserable en grado sumo". Fred Kelemen, fotógrafo de Tarr, afirma que las películas del director húngaro no presentan visiones, describen la esencia, constatan un movimiento hacia el abismo. 

En primer lugar hay que entender que Béla Tarr no busca en ningún momento el realismo. Su intención es, pues, llegar a la esencia de lo que nos rodea a través de imágenes metafóricas que sugieren sus convicciones metafísicas. Su estética busca la belleza en la verdad, por muy desgarradora que ésta sea. Y, ciertamente, Tarr no es nada complaciente. Su visión del mundo está más cerca de Shopenhauer que de Nietzsche, siempre siendo conscientes de que ambos filósofos comparten mucho, no en vano el primero fue una influencia decisiva en el segundo. Pero donde Shopenhauer habla de la voluntad de la vida como una fuerza negativa, por implicar instintos que conllevan sufrimiento y que no tiene ningún sentido si no es la perpetuidad de las especies, Nietzsche la transforma en una fuerza positiva. En todo caso, los dos comparten esa visión nihilista, en la que los antiguos valores, en concreto los judeo-cristianos de la cultura occidental, están basados en una mentira, y, por lo tanto, deben ser eliminados o superados. La película se hace eco de la metafísica de ambos filósofos y muestra sin paños calientes el sin sentido de nuestra existencia. La única fuerza que impele a los personajes a seguir adelante es la voluntad de vivir, esencia o realidad frente a la representación engañosa que es el mundo de los fenómenos de Kant.


Día tras día los dos protagonistas se levantan, trabajan, sufren las inclemencias del tiempo (de la vida), comen invariablemente una patata cocida y miran por la ventana un paisaje desolado, su único momento de esparcimiento. No se trata de reduccionismo miserabilista, se trata de mostrar simbólicamente lo que es nuestra existencia. O acaso, ¿no es esto reflejo del día a día de muchos seres? Por eso, Tarr habla de su película como de una comedia, porque se trata de un drama que podemos contemplar con un distanciamiento protector, un drama que no nos afecta directamente, sin el sufrimiento de las turbulencias de los deseos e impulsos que tiene asociados nuestra realidad. 

Este día a día gris y vacío de los protagonistas no conduce a ningún final feliz. Al contrario, lo único que espera a la vuelta de la esquina es la degradación y la oscuridad, para que, una vez ellos sean engullidos por el abismo, otros vuelvan a pasar por lo mismo. De ahí esos momentos finales en los que los dos personajes principales no consiguen encender las luces. El caballo, Shopenhauer amaba a los animales, es el único personaje que es capaz de enfrentarse a este sin sentido, de rechazar el impulso de la voluntad de vida, de rebelarse, por eso deja de tirar del carro y de comer. Podríamos decir que es la criatura con mayor dignidad de la película, aunque su gesto sea inútil. Cuando sus dos dueños intentan escapar del agujero en el que están metidos, el caballo sigue a sus dueños sumiso, arrastrado por la carreta que tira la hija. Luego en ningún momento hay la contradicción que Ignacio Gutiérrez-Solana creía ver. Por contra tenemos uno de los momentos más significativos y turbadores de la película, cuando padre, hija y caballo inician su camino hacia lo que ellos creen su salvación para, poco después, volver de nuevo a la misma casa. No hay ninguna razón aparente para su fracaso, simplemente han vuelto al punto de partida. Es ésta la mejor manera de explicar el eterno retorno que es nuestra existencia. Y también es una manera de expresar esa imposibilidad de salvación que forma parte del sin sentido de la vida. 

Tampoco hay lugar para el consuelo que supondría poder mirar al cielo y maldecir o suplicar al creador, al Dios del cuadro de Millet. Nada más alejado del objetivo del director que hacer una referencia, voluntaria o involuntaria, al Ángelus nombrado por Jaime Pena. Si se quiere hacer alguna referencia pictória, quizás estemos más cerca de Los comedores de patatas de Van Gogh. 

Por otro lado, tampoco acierta Jaime Pena cuando quiere ver una película apocalíptica, sobre el fin del mundo, asociando esta idea al hecho de que sea la última vez que Béla Tarr realice una película. ¿Fin del mundo, fin del cine? Todo lo contrario, eterno retorno, vuelta a empezar, misma lucha día tras día para seguir adelante, para que la voluntad de vivir nos lleve sin remedio al abismo y se repita el ciclo con otros individuos. No hay ningún apocalipsis aquí, eso significaría aceptar algún tipo de poder supremo o divino, que viene a salvarnos del mundo. Nadie nos va a salvar, parece decir el director con una fuerza que pocas veces se ha visto antes. Quizás por eso, el director haya decidido dejar de filmar, porque ya está dicho todo y tampoco el cine nos va a salvar de nada. 

 

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