lunes, 25 de abril de 2011

Stalker

Andrei Tarkovsky, 1979.

Esta película es triste. No porque sea un dramón, ni porque muera algún personaje al que se le tome cariño, sino porque destila tristeza y pesadumbre existencial por todos los poros. 

La historia que nos cuenta el malogrado director ruso es la de un guía y dos turistas que se adentran en la llamada Zona, lugar al que se le atribuyen poderes mágicos desde que cayó un meteorito. Se trata de un territorio misterioso en el que se producen fenómenos extraños, como cambios repentinos del terreno, y donde es difícil entrar debido a que está prohibido por el ejército. Sólo algunas personas, llamadas Stalkers, pueden servir de guías dentro de este lugar, del que de otra forma es imposible salir con vida. En un edificio hay un cuarto del que se dice que concede los deseos más profundos de las personas que entran allí. 


A partir de esta premisa Tarkovsky construye una gris y solemne película de ciencia ficción que sirve de vehículo para filosofar sobre el universo, la pérdida de la espiritualidad y lo místico en el mundo y sobre los miedos y los deseos más ocultos del hombre. Pero todo esto, hecho con cierto humor, podría resultar más entretenido, menos triste. Si bien es cierto que el director ruso está considerado como un poeta de las imágenes, tanta gravedad puede resultar indigesta para un público no advertido. En la película hay escenas de una gran belleza visual, pero que nadie espere otra cosa, es seria, reflexiva y tiene un peso trascendental un tanto oscuro. Quizás influyó en el tono de la película el hecho de que el director no se encontraba en su mejor momento. Tuvo que rodar la película de nuevo después de que un accidente en el laboratorio fotográfico destruyese la película entera. Se dice que pasó una temporada en un sanatorio debido a la depresión que se apoderó de él. Cuando finalmente se decidió a rodarla de nuevo, lo tuvo que hacer con un presupuesto mucho más reducido y las dificultades había que solventarlas a base de imaginación y mucho tesón. El resultado es una elegía a la pérdida de lo mágico en el mundo. 

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