sábado, 6 de noviembre de 2010

Toy Story 3

Lee Unkrich, 2010.

La serie de Toy Story ha sido parte importante en el desarrollo de la animación digital en el cine hasta llegar a la representación de un universo paralelo de un realismo sorprendente, el del mundo de los juguetes de plástico. La última entrega de esta serie es una montaña rusa llena de acción dentro de una historia que se desarrolla con vigor y con un espíritu lúdico que no decae en ningún momento. Los juguetes se enfrentan en esta ocasión al momento más duro de su existencia atemporal. Su dueño, ese niño que tanto ha jugado con ellos, ha crecido y se marcha a la Universidad. La madre dona los viejos, aunque imperecederos juguetes, a un centro infantil donde un peluche gobierna sobre todos los que acaban allí.

 

Lo que parecía el paraíso soñado, acaba desvelándose como un infierno donde unos pequeños demonios sin compasión torturan y trituran las articulaciones de los protagonistas. El centro se ha transformado en una cárcel bajo el despótico mando del maléfico peluche y sus secuaces. Los juguetes protagonistas tendrán que planear una huida del centro si no quieren acabar despedazados. Esta aventura está repleta de momentos muy divertidos donde hay cabida a la crítica irónica (ese vanidoso y superficial Ken y la vulnerable pareja que forma con Barbie) y a las reflexiones morales. También hay un tono nostálgico que recorre toda la película y que nos remite a la pérdida no sólo de la infancia, sino también de valores tradicionales como la amistad, la fidelidad o la familia. Y quién mejor que los americanos para defender estos principios desde una posición alegremente conservadora, positiva e incluso a veces un tanto utópica. Se pueden sacar muchas lecturas de una película que quizás es más compleja de lo que pueda parecer en principio. Los resortes del liderazgo quedan al descubierto con las dos figuras antagónicas del vaquero y el peluche. Quizás no sería ir demasiado lejos el considerar la figura del vaquero como una metáfora del papel de Estados Unidos en un mundo sin rumbo. No es difícil adivinar la identificación que todo americano medio va a sentir por el vaquero (más si consideramos que la voz la pone Tom Hanks). La idea de que no hay que dejarse seducir por las apariencias es objetivada en ese peluche de color rosa que huele a frambuesa y que, sin embargo, esconde un tirano. La barbarie de los niños que no respetan ni valoran los juguetes (objetos de consumo descartados por otros niños y ahora acumulados hasta la saturación en las salas de juegos) contrasta con el oasis creado por una niña tímida y con una imaginación inteligente y respetuosa. Incluso se nos interroga sobre la gestión de los residuos en los basureros. Por lo tanto, sería reduccionista considerar esta película para niños como un simple entretenimiento, que también lo es. Los emotivos momentos finales son una elegía a la infancia y al paso de las distintas etapas de nuestra vida (en este caso de la infancia a la adolescencia y a la madurez). Un canto a la pérdida de lo esencial que forma parte de nosotros. Hacer eso sin resultar aleccionador o sensiblero es ya un logro.

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